El nene que llora

1140056865_f-0¿Por qué mi abuela tenía ese cuadro perturbador colgado en la pared de la cocina? También estaba el de la nena rubia de pelo corto que adornaba, si es que se puede decir así, una de las paredes del living. Pero ella no  te miraba, miraba al costado, a alguien que la hacía llorar para la eternidad fuera de campo. El nene, en cambio, me miraba o mejor dicho, me observaba. De la tibieza al escrutinio: mirar, ver, observar. Lo que nunca me hubiera imaginado es que aquel nene castaño, de ojos celestes, con dos gotas gordas que le marcaban los cachetes, era el mismo que salió en las páginas del tabloide inglés The Sun en 1985. Ese que ahora aparece en mi buscador de Internet al lado de la palabra «maldición», «historia», «leyenda» y de la frase «cuadro maldito».  «Ardiente maldición del niño que llora», dice con perspicacia amarilla el título de una de las noticias de la época.

El suceso era que se habían incendiado unas cuantas casas en Essex, al este de la capital inglesa. En cada casa lo único que permaneció intacto fue el cuadro. Entonces, como en un cliché de película de terror, comenzó el rastro del origen histórico. Un nombre, Bruno Amadio; un apodo, Giovanni Bragolin. El seudónimo figuraba en la serie de cuadros que representaba a las nenas y nenes llorando, porque había una variedad de infantes: todos igual de perturbadores. En el origen aparecen dos países, Italia y España. También una historia, la de un huérfano que en los años ’70 deambulaba las calles diseminando maldades, provocando incendios. Dicen que Amadio le dio albergue y que el nene incendió su estudio, dejándolo en la ruina. Dicen que los vecinos lo llamaban «diablo».  ¿Por qué estaba ese cuadro en la casa de mi abuela, sobre esa pared verde agua, ya descascarada por la humedad, de un chalet de los años 50 en Lomas de Zamora? ¿Por qué estaba en las paredes de  casas obreras de Yorkshire en la misma época?

Un almuerzo de domingo o quizás una tarde después de los fideos con tuco, mi tía, una mujer inestable y con un amor patológico a los gatos, explicó que un día caminaban con mi abuela, cuando vio el cuadro en un negocio. Mi abuela siguió su camino pero la hija había quedado unos pasos atrás. Enseguida empezó a llorar y a pedir «¡Quiero al nene que llora». Mi abuela cedió al capricho y se lo compró. Mi tía explicó la circunstancia, sí, pero no la razón por la que quería ese cuadro. Lo quería llorando, una nena que llora llorando por un cuadro de un nene que llora. Nunca supe si en ese momento también compraron el de la nena que mira con lágrimas hacia arriba y al costado. Quizás también supieron de la leyenda maldita y de la aparente solución: conseguir el cuadro de la nena y colgarlo junto al del nene. Una especie de conjuro protector.

El misterio del cuadro siguió hasta pleno siglo XXI: documentales, artículos, testimonios sobre lo paranormal. A pesar de que se comprobó -existe un vídeo como prueba- que el cuadro estaba hecho de material ignífugo y de que Amadio pintó la serie sólo porque necesitaba la plata y el cuadro se vendía bien, sin una historia macabra de fondo, aún así, me pregunto cómo es que esa imagen se convirtió en un fenómeno de masas. La idea benjamiana del arte en la era de la reproductividad técnica, ese objeto que nació en Europa y llegó a países latinoamericanos -existen propietarios del nene que llora en Chile y Brasil, además de Argentina.

Hace años que no voy a la casa de mi abuela, ya ni siquiera es de ella. Se vino abajo con los años; las piezas se fueron quedando vacías, y el rastro de esa familia tipo que la habitaba en los años ’50 se fue diluyendo. Me pregunto si los cuadros todavía están ahí, mirados y mirando con su llanto interminable.

Hoy, hace dos años.

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Desapareció el icono de WordPress, no sé cómo, pero ya no está más. Ni siquiera debería haberlo advertido. Hace meses que no entro, que no hago clic en «nueva entrada», que no publico. Hace meses que no escribo. La última vez que escribí en serio fue una tesis de ciento treinta páginas, con mucha polifonía y citas memorables. En mi biblioteca virtual tengo archivos de Word con comienzos de algo, documentos de párrafos inconclusos que parten de alguna obsesión momentánea o de alguna inquietud permanente que grita y después me susurra pero queda atrapada en la parte más profunda de la piel o de la nada. Desapareció esa doble ve pixelada de la barra de herramientas, justo hoy que me obligo a escribir, que practico mi idea de escritura. No importa, escribo en la barra de direcciones y ni siquiera tengo que terminar de hacerlo porque el predictivo ya me lleva y el WordPress me recibe y me dice «lector» y eso es también algo que estoy dejando de ser y hacer. Un poco la causa de que no escriba, porque leer algo bien escrito hace que quiera escribir. Ningún soporte, canal o artefacto funciona cuando no puedo escribir (¿no puedo, no quiero?).

Máquina de escribir Olivetti Studio 42, de un color entre el beige, el marrón y el verde, teclas redondas, brillosa, cubierta de polvo, con la cinta un poco chamuscada. Es verdad, es incómoda: hay que hundir demasiado los dedos, las yemas casi duelen y se traban las barras de tipos en algunas letras. Lo cierto es que es un hermoso objeto decorativo, con una historia ¿oscura?: es la que usaba «El Vicario», el Papa Pio XII, Eugenio Pacelli. La Lenovo es muy cómoda y siempre está la opción de la bic y el cuaderno facultativo que quedó con hojas blancas. Pero no: es un problema intangible, de mente, de discurso, de creatividad, de falta de disciplina. La inspiración no existe o no importa, realmente lo creo. Otra cosa que descubro (que sé, pero que se me presenta innegable con la evidencia de un dato que el mundo  virtual calculó por mí) es que hace dos años empecé a escribir en esta misma portátil, probablemente en este escritorio, con el mismo desorden.

Algo así como la equis tardía, como un rastro anacrónico de los 90 que llega hasta acá. El monólogo de Renton. Choose life choose a job choose a career choose a family choose a fucking big television. Pero elegir cómo. Elegir si se puede. Para que haya imperativo tiene que haber algo posible. Y sino, el camino más dificil que elegiste, las horas de viaje, el símbolo de tu fracaso en el escritorio, la primera generación universitaria, hija de metalúrgico y peletera, calle de tierra en el conurbano, supermercado, call center. Supermercado o Call center. No se puede vivir del arte, no podés vivir del arte vos. Primero, porque no sabés hacerlo. Segundo, porque hay lugares, cupos. Como para ir a un recital, al teatro o al cine. Y titulos de nobleza, todavía. ¿Tiene familiares en el banco? Ni siquiera querés trabajar en un banco. Y si fueras buena, como te gusta creer, ya estarías en tu lugar. ¿Dónde queda ese lugar? Ahora, queda en una burbuja de cemento con una biblioteca de melamina, libros que leíste y que no vas a leer, ropa hecha de papel barrilete. No militás, no trabajás, no formas parte de una banda, no hacés artesanías, no sos vegetariana.

Y entonces confirmo lo que ya sé: salvo la calle asfaltada, algunos datos más en el currículum y la alegría amarilla siniestra que nos gobierna, nada cambió (nada cambié) desde hace dos años.

Disparo

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Te veo dormido y decido que ahora voy a disparar. No me voy a ir corriendo sino que voy a poner el dedo y hacer ese movimiento que ni vas a percibir. De alguna manera vas a ser eterno, aunque no te guste, aunque sé que me vas a odiar. Porque ahora estás ausente, en modo suspendido, tanto que ni siquiera te movés, pero el pecho sube y baja lento y sostenido y tenés la boca abierta. Estás tan dormido que ni siquiera te diste cuenta de que me arrastré hasta la punta de la cama y dejé libre la mitad del espacio. Nada. Ahora sos vulnerable, sos como ese nene africano desnutrido rodeado por el buitre. Sos Kennedy arriba de esa limusina descapotable. ¿Por qué nunca hablamos de Kennedy? Ahora no hablamos porque estás dormido y tu saliva está sobre la almohada, donde se mezclan tu perfume y el mío. Sobre, en, a través, más allá de la tela, impregnando la espuma. Una voz, mi voz, dice ahora. Te veo dormido y disparo.

Papá Noel se robó la Navidad

smellslike Bufido, el piso semibajo baja y vuelve a subir.Un pie y otro, y casi estoy en casa. Empieza a sonar Smells like Teens Spirit, no exactamente esa canción, sino un intento, una bateria latosa y pesada, un riff que respeta los tiempos y que hace que esa canción de 1991 grabada en un granero de Tacoma, Washington se vuelva a unir, a armar, torpe pero segura, en 2014, en un barrio atardecido de Quilmes. Quizás no sean adolescentes flacos ni representen a la generación X. Ni haya luces amarillas que iluminan las caras desde abajo, máquinas de humo o lánguidas porristas. Quizás sean treintañeros con una botella de cerveza recalentada esperando en la esquina de un pequeño cuarto con piso de cemento. De repente, justo cuando canta Cobain, cuando el que canta, que no es Cobain, pronuncia en un inglés dudoso Load up on guns, bring your friends, It’s fun to lose and to pretend, algo sale mal, alguien le erró a la nota, se apuró o tardó demasiado, un segundo es demasiado. Y el sonido se hace ruido descoordinado, se atropella y Smells like Teen Spirit se quiebra, se desarma y los fragmentos quedan dispersos en el piso de cemento. Silencio. Uno, dos, tres, cuatro. Pero ya es un eco lejano, ya cae la tarde. Naranja, rosa, celeste. Imposible no mirar, la única casa que muestra mensajes en las paredes. Es una típica casa tana, pintada de color crema. Esta vez él escribió, con la misma letra roja y despareja del viejo y del chico, que Papá Noel se robó la Navidad.

Siempre los lunes

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El hospital es oscuro, con esa arquitectura del siglo pasado donde lo importante no era tanto la estética sino la durabilidad. Azulejos celestes, baldosas de granito marrón, bancos de madera rectos y de metal incomodisimos. Las escaleras mecánicas desentonan, ¿qué hacen ahí? un ruido chirriante que primero sube y después baja. Ginecología, oftalmología. Filas. Hemología y oncología. No se dan informes, No golpee. No insista. NO. Un papel perdido pegado en uno de los mostradores de recepción dice «Para cambiar el país hay que ahorrar, hay que amar». Primero y segundo, además hay que respetar el orden alfabético. Y la lista es interminable, tiene máximas como ayudar al de al lado y aprender a votar. También no robar la señal (¿de cable, de wifi?). La última dice no mirar tv. Ni siquiera un poquito. Ni siquiera Canal Encuentro, Incaa TV, Canal á o I Sat. Nada.

En la fila hay una mujer en pantuflas, parecida a Patoruzú, con el pelo teñido de rojizo. Tiene un tic nervioso: abre y cierra la boca como en un bostezo compulsivo e interminable. La abre porque el nieto grita, llora, corre. La madre es una chica de cuerpo cuadrado, lo agarra y lo sarandea. Le grita y se gritan y todos miramos. Algunas señoras comentan la escena con desaprobación. Las adolescentes, dicen, no deberían tener hijos.

También está él, apoyado contra la pared, siempre vestido de negro. La figura menuda, parece un chico. La cabeza es quizás un poco  grande para su cuerpo. Además del ojo, claro, de ese ojo cerrado y ese bulto que le marca la cara y que lo hace mirar al suelo. Siempre lo acompaña alguien, siempre lleva una bolsa.

Es extraño, de repente es como si tuviera mellizos por todos lados. Es el lugar de congregación de muchos como yo. Como un pequeño país adentro del hospital mundo. El condenado ojo asombrado, el párpado retraído e incluso los ojos desorbitados. Neuroftalmología. Ansiosos, nos ponemos en fila y esperamos largamente en el hall a que al fin se abra la vieja puerta de doble hoja donde alguien con guardapolvo blanco saldrá y llamará por sus nombres a los elegidos. Con suerte, quizás, haya toxina botulínica hoy.

La incómoda situación de mirar al oculista a los ojos, sea hombre o mujer. Tener que sostener la mirada fija, las pupilas en sus pupilas. Mirar, observar, dejarme ser mirada y observada. Los segundos pasan lento y pienso si para el médico o médica no es incómodo. Imagino que no. Y de todas maneras es la forma menos profunda de mirar a los ojos. Me miran la superficie de la mirada, la órbita, los párpados la diferencia milimétrica entre un ojo y el otro. No ven, como él, si estoy a punto de llorar, si estoy feliz, triste, vacía. Ven la inflamación, la sequedad, la asimetría.

Siempre los lunes es así, incluso cuando no estoy sé que todo sigue igual. La fila, el chico con la protuberancia en el ojo, el cartel con las máximas, los anónimos igualados en el ojo molesto, el ojo que sobresale, que arde y que llora. Quizás un preso muy joven vuelva a tratarse el estrabismo, acompañado por tres gendarmes y las miradas se desvíen para no mirarlo a los ojos pero le penetren la nuca. O vuelvan a derivar a alguna chica de diecisiete años hiperflaca, en silla de ruedas, con dos hijos, un embarazo y unas leves cataratas. Y puede que haya alguien como yo, sentada, moviendo la pierna ansiosa y mirándolo todo.

La gira mágica y misteriosa

Al principio y de refilón, pasaba por policía, parado entre las escaleras del 257 y el asiento del chofer. Cuando me senté, lo vi mejor y no era policía. Parecía más bien un mozo o alguien que para trabajar tiene que usar chaleco y pantalón de una tela de vestir barata, con una chomba celeste de mangas cortas abajo y un peinado más bien engominado. El hombre, flaco y de unos cincuenta años, le hablaba al chofer y en cada parada, se corría respetuosamente para no molestar a los pasajeros que subían, como si tuviera un sensor de movimiento. También miraba a las chicas cuando ya pasaban, por uno de los espejos que cuelgan del techo. De repente, una voz extraña irrumpió en el colectivo. Era él, que ahora estaba parado de frente a los asientos, recostado sobre el frente del colectivo. Primero dijo que iba a demostrar un acto de globología, el arte de hacer figuras con globos y sin más, sacó una tira fina azul que empezó a inflar y a retorcer, a adoptar una forma fálica y que terminó como caniche en las manos de un nene que seguía el espectáculo entusiasmado.

El hombre ahora sacaba de su bolsillo una caja de cigarrillos todavía llena. De repente, empezó una suerte de discurso extraño, ajeno. Como si un médico o un no fumador militante hubieran tomado el cuerpo del hombre y lo estuviesen usando como médium para hacer una campaña de salud pública en el colectivo. Sacó uno de los cigarrillos y lo sostuvo. Era una droga que almacenaba alquitrán directamente en los pulmones y se adhería como un pegamento, dijo con voz rasposa y, agregó con precisión que estaba compuesta por cuarenta y cuatro sustancias tóxicas, entre ellas una que generaba cáncer y otra adicción. Luego del anuncio, se puso el cigarrillo en la boca y lo encendió. Para hacer el desafío más difícil, dijo. Una mujer llevó a sus chicos a los asientos de atrás y el chofer abrió las puertas. Tras una pitada breve, el hombre hizo sus movimientos y el cigarrillo desapareció.

Acto seguido, sacó un rollo de papel del bolsillo, de esos que llevan los interiores de las máquinas expendedoras de boletos, como esa azul que tenía al lado y que señalaba, mientras abría el compartimento indicado. -Y ahora voy a convertir este pedacito de papel en un billete de cualquier valor y color- dijo, con el brazo en alto. Pero, claro que el billete de cualquier valor y color lo elegía él. Me interesó saber qué color iba a elegir, qué billete tenía el hombre en su bolsillo. Los movimientos fueron rápidos y cortos. Ahí estaba, siendo desdoblado enérgicamente, un flamante billete violeta, con el gesto de piedra de Roca. -Pero no se pueden andar robando los rollitos estos, advirtió a la audiencia infantil. -Si quieren billetes, háganse magos.

Pero antes de que el colectivo doblase en su camino inequívoco hasta la estación de Quilmes, venía el truco final. Sacó una llave inglesa chica, que tenía aspecto de cuchara larga para revolver submarinos y un destornillador. Ahora hablaba de otro arte, que con un gran control psicofísico hacía que pueda soportarse el dolor en el cuerpo. -No hagan esto en sus casas, dijo. Primero se introdujo la llave inglesa y miró a los pasajeros, que lo observaban entre asombrados y asqueados. Cuando se la sacó, fue tan rápido que se vio volar una gota de algo que le salió por la nariz. Sangre no era porque ya  estaba mostrando su cara intacta y con el destornillador listo para meterlo en su otra fosa nasal. El acto terminó con aplausos y algunas monedas que tintineaban en una bolsa de tela que llevaba del cordel.

Antes de bajarse, el hombre buscó algo al lado de la máquina expendedora. Una valija con carrito y una mochila, que ahora le daban aspecto de comisario de abordo. Así es lindo venir al colegio, dijeron los nenes y despedían con la mirada al mago que ya se bajaba y se perdía entre la gente.

Noche elegida

Escucho timbales. Lejos, pero no tanto, como si fuera en la casa de algún vecino. Raro, timbales a esta hora. O quizás no, siendo viernes, siendo casi medianoche. Ahora se aceleran, deben ser muchos, los que tocan y los timbales. O quizás sea uno solo. Yo sabía que era mejor estar así, a oscuras. Bueno, nunca se está a oscuras completamente, llega algo de luz de la calle. Nunca se está sin luz. Ni en un apagón, aunque si se acabaran todas las velas en las casas y en los kioscos. Si se consumieran al unísono… Además es bueno, dijeron que era bueno. Ahorre luz, dijeron y eso hago, ahorro luz y mientras, escucho música, timbales. Viene bien despejarse de tanto aparato. Incluso de los demás. Se está bien sola. Apagar los aparatos fue el primer paso. Ya estaban diciendo que se multiplicaron los casos de enfermedades inflamatorias en las manos por usar tanto el teclado. Los pulgares, así están bien los pulgares, relajados, quietos. Este mes el papel de la factura habrá salido más de lo que voy a gastar. Nada, porque ni siquiera toco la perilla de la lámpara. Tengo encendedores, una linterna y un cuchillo, por las dudas. Quizás hasta sea reconocida, por mi gran responsabilidad, por mi actitud intachable. Acá la tienen, van a decir, acá la tienen, esta señorita –porque soy soltera- diga su nombre señorita y yo voy a decir Nora y ellos me van a preguntar cómo hice y me van a felicitar, voy a servir de ejemplo. Y no sólo en la tele, en la radio, los diarios y revistas, van a hacer documentales, claro. Una cosa tan insignificante y hecha con tanta naturalidad y desinterés. Y ahora escucho un ruido como de interferencia, ya no más timbales. Ocho, siete, seis… los números rodeados por un círculo, negro sobre blanco y van pasando, van bajando. Tantas luces desperdiciadas y aunque sea un esfuerzo solitario vale, sí que vale. Y la enfermedad de los dedos nunca va a pasarme, mejor prevenir, sería muy molesto andar con dolor de pulgar. Y la vista, importantísima. Ni siquiera necesito los anteojos de noche ni las gotas para lubricar los ojos. Se está tan bien en la oscuridad y como no hay nada enchufado no existen interferencias. Tanta paz, solamente invadida por el tráfico de la calle, voces, timbales y pitidos de números que decrecen.  Ahora suenan redoblantes, trompetas. Una banda, debe haber algún recital en una las terrazas. Micha, micha. Mimosa, mimosa. Moshina, moshi. Hace días que no la veo, encima la pobre es negra, porque yo no soy supersticiosa. Es una gata hermosa, como el gato parlante de Sabrina la bruja adolescente, como el de la película Abracadabra. Mi negrita se debe haber ido a corretear y saltar por las medianeras. De día la espero, le pongo leche en polvo que preparo con agua de la canilla. Y una latita de paté de foie, que le encanta. Pero no se digna a aparecer, la revoltosa mimosina. Igual, no desperdicio ni el paté ni la leche. Soy muy estricta con eso, desde chica, la comida no se tira, porque siempre hay gente que pasa hambre, ¿no?.  Una brisa de montaña nevada y un cielo rosa rodeado por estrellas, en eso pienso y escucho triángulos, un sonido metálico y dulce.  Ya se apagan todas las luces de las ventanas de los otros edificios. Hacen bien, pero solamente durante seis u ocho horas. Ni que hablar de que la mayoría duerme con el celular prendido al lado de la cama o incluso abajo de la almohada. Con el incesante tic tac, ¿cómo hacen? Toda la noche escuchando eso, aunque crean que no lo escuchan, porque cuando uno duerme sigue escuchando y pensando, incluso a través de los sueños. Sobre todo a través de los sueños. Ellos escuchan agujitas y yo, redoblantes, trompetas, timbales. Como si el tiempo no pasara, me burlo del tiempo, la noche es infinita para mí, hasta que se hace de día y ahí cierro todo, no sea cosa de dañar las pupilas con tanta luz. Ellos tienen sueños monstruosos, de desnudez pública, dientes caídos, accidentes violentos. Pero yo sueño con magnificas señoras sosteniendo antorchas, leones rugiendo, cielos esponjosos y el mundo flotando en un cielo estrellado. Veo y escucho  los números y el pitido, aunque no es molesto, para nada. No es como el tic tac, las bocinas o el motor de la heladera. Los números gloriosos que bajan, de uno a uno,  desde el ocho hasta el dos. La cuenta regresiva, los cuadros por segundo, la noche, el día y la noche, otra vez.

Cómo convertirse en escritora

por Lorrie Moore

Primero intenta ser algo, cualquier otra cosa. Estrella de cine / astronauta. Estrella de cine / misionera. Estrella de cine / maestra jardinera. Presidente del Mundo. Fracasa horriblemente. Es mejor si fracasas a una edad temprana, por ejemplo, a los catorce. Una desilusión temprana, crítica, para que a los quince puedas escribir largas oraciones en forma de haiku sobre los deseos frustrados. Es un estanque, un cerezo en flor, un viento peinando las alas del gorrión rumbo a la montaña. Cuenta las sílabas. Muéstraselo a tu mamá. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que podría tener una amante. Ella cree que hay que usar ropa marrón porque disimula las manchas. Ella mirará brevemente tu texto y luego otra vez a tí con la cara vacía como una galletita. Ella dirá: “¿Por qué no vacías el lavavaplatos?”. Desvía la vista. Mete los tenedores en el cajón de los tenedores. Accidentalmente rompe uno de los vasos que te dieron gratis en la estación de servicio. Este es el dolor y el sufrimiento necesarios. Esto es solo el comienzo.

En la clase de literatura en la escuela mira sólo la cara de Mister Killian. Decide que las caras son importantes. Escribe una villanelle sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve, diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. Ahí no tienes que contar sílabas. Escribe un cuento corto sobre un anciano y una anciana que se disparan un tiro accidentalmente en la cabeza, uno al otro, resultado de una inexplicable falla en un rifle que aparece misteriosamente en el living, una noche. Dáselo a Mister Killian como trabajo final de la clase. Cuando te lo devuelve ha escrito en el papel: “Algunas imágenes son bastante buenas, pero no tienes sentido de la trama.” Cuando estás en tu casa, en la privacidad de tu cuarto, garabatea en lápiz, debajo de su comentario en tinta negra: “Las tramas son para los idiotas, cara-porosa”.
Toma todos los trabajos de niñera que consigas. Eres bárbara con los chicos. Ellos te adoran. Les cuentas historias de ancianos que mueren de forma idiota. Les cantas canciones como “Las campanas azules de Escocia”, tu favorita. Y cuando están en pijama y finalmente dejaron de pellizcarse entre ellos; cuando se duermen, lees todos los manuales de sexo que hay en la casa, y te preguntas cómo alguien podría hacer esas cosas con alguien que ama. Quédate dormida en la silla mientras lees la Playboy de Mister McMurphy. Cuando los McMurphys vuelvan a casa, te tocarán en el hombro, mirarán la revista en tu falda y sonreirán ampliamente. Querrás morirte. Te preguntarán si Tracy se tomó el remedio. Explica que sí, que lo hizo, que le prometiste contarle una historia si se portaba como una señorita y que eso funcionó bastante bien. “Ah, maravilloso”, exclamarán.
Trata de sonreír orgullosa.
Anótate en Psicología Infantil en la universidad.

En Psicología tienes algunas materias optativas. Siempre te gustaron los pájaros. Te anotas en algo llamado: “Investigación Ornitológica Práctica”. Las clases son los martes y los jueves a las 2. Cuando llegas al salón 314 el primer día de clases, todos están sentados alrededor de una mesa discutiendo sobre metáforas. Alguna vez escuchaste algo al respecto. Luego de un corto e incómodo rato, levanta tu mano y di tímidamente: “Perdón, ¿esto no es Observación de Pájaros I?” Todos se quedan en silencio y giran para mirarte. Parecen tener todos una única cara: gigante y blanca, como un reloj destruido. Un barbudo ruge: “No, esto es Escritura Creativa”. Di: “Ah, okay”, haciendo como que ya sabías. Mira tu planilla de horarios. Pregúntate cómo cuernos caíste ahí. La computadora se equivocó, parece. Empiezas a levantarte para salir pero no lo haces. Las colas en la oficina de inscripción esta semana son larguísimas. Quizás deberías aferrarte a este error. Quizás la escritura creativa no sea tan mala. Quizás sea el destino. Quizás esto es lo que quiso decir tu padre cuando dijo: “Esta es la era de las computadoras, Francie, esta es la era de las computadoras.”

Decide que te gusta la universidad. En tu residencia conoces gente agradable. Algunos son más inteligentes que tú. Y algunos, te das cuenta, son más estúpidos. Continuarás viendo el mundo en estos términos, lamentablemente, por el resto de tu vida.

La consigna de escritura creativa esta semana es narrar un hecho violento. Entrega una historia sobre cómo maneja tu tío Gordon y otra sobre dos ancianos que se electrocutan accidentalmente cuando tocan una lámpara de escritorio que tiene un cable pelado. El profesor te devolverá los textos con comentarios: “Tu escritura es fluida y enérgica. Pero lamentablemente tus tramas son absurdas.” Escribe otra historia sobre un hombre y una mujer que, en el primer párrafo, son acribillados de la cintura para abajo debido a una explosión con dinamita. En el segundo párrafo, con el dinero del seguro, compran un puesto para vender helados. Hay seis párrafos más. Lees el texto completo en voz alta para la clase. A nadie le gusta. Dicen que tus tramas son exageradas y gratuitas. Después de clase alguien te pregunta si estás loca.

Decide que quizás deberías probar con la comedia. Empieza a salir con alguien divertido, alguien que tiene lo que en el secundario describías como “un sentido del humor buenísimo” y que ahora la gente de la clase de escritura creativa describe como “auto-indulgencia que toma forma cómica”. Anota todas sus bromas, pero no le digas que lo haces. Arma anagramas con el nombre de su ex-novia, ponle esos nombres a todos los personajes con problemas de sociabilidad y observa lo divertido que es él, observa qué sentido del humor buenísimo tiene.

Tu consejero académico te señala que estás descuidando las clases de psicología. Lo que te consume la mayor parte del tiempo no es tu especialidad. Di que sí, que entiendes.
En las clases de escritura creativa de los próximos dos años todos siguen fumando y preguntando las mismas preguntas: “Pero, ¿funciona?”, “¿Por qué debería importarnos lo que le pasa a ese personaje?”, “¿Te ganaste el derecho a usar ese lugar común?” Parecen ser preguntas importantes.
Los días en los que te toca a ti, miras a la clase con esperanza mientras buscan la trama en las hojas mimeografiadas, frunciendo el ceño. Te miran, aspiran el humo con intensidad y luego te sonríen dulcemente.

Pasas demasiado tiempo abatida y desmoralizada. Tu novio sugiere que salgas a andar en bicicleta. Tu compañera de cuarto sugiere que cambies de novio. Te dicen que te estás auto-castigando y perdiendo peso, pero continúas escribiendo. La única felicidad que tienes es escribir algo nuevo, en el medio de la noche, con las axilas transpiradas, el corazón golpeando, algo que todavía nadie leyó. Lo único que tienes son esos breves, frágiles, incontrastables momentos de éxtasis en los que sabes: eres una genia. Date cuenta lo que tienes que hacer. Cambia de carrera. Los chicos de la guardería se entristecerán, pero tienes una vocación, una urgencia, una falsa ilusión, un hábito desafortunado. Estás, como diría tu madre, juntándote con gente que no te conviene.

¿Por qué escribir? ¿De dónde viene la escritura? Estas son preguntas que te haces a ti misma. Se parecen a: ¿De dónde viene el polvo? O: ¿Por qué hay guerras? O: Si hay un Dios, ¿por qué mi hermano es ahora un paralítico?
Estas son preguntas que guardas en tu billetera, como tarjetas telefónicas. Estas son preguntas que, como dice tu profesor de escritura creativa, es bueno explorar en tu diario personal, pero raramente en la ficción.
El profesor de este semestre enfatiza el Poder de la Imaginación. Eso significa que no quiere largas historias descriptivas sobre tu viaje de campamento de julio pasado. Quiere que empieces en un contexto realista para luego alterarlo. Como si recombinaras ADN. Quiere que dejes navegar tu imaginación, y que tus velas se hinchen como una panza. Esto último es una cita de Shakespeare.

Cuéntale a tu compañera de cuarto tu gran idea, tu gran ejercicio de poder imaginativo: una transformación de Melville a la vida contemporánea. Será sobre la monomanía y sobre el mundo pez-grande-come-pez-chico de las compañías de seguros de vida de Rochester, New York. La primera línea será: “Llámame Pezchico”, y tratará sobre un hombre casado, menopáusico y suburbano, llamado Richard, a quién, como está todo el tiempo deprimido su ingeniosa esposa llama “Mufi Dick”. Dile a tu compañera de cuarto: “Mufi Dick, ¿entiendes?”. Tu compañera de cuarto te mira, su cara blanca como un Kleenex. Viene hasta ti, con aire compañero y pone su brazo en tu espalda encorvada. “Escúchame, Francie”, dice lentamente, como si fuera tu fonoaudióloga. “Salgamos a tomar una cerveza”.
A la gente de la clase tampoco le gusta esta historia. Sospechas que están empezando a sentir lástima por ti. Ellos dicen: “Tienes que pensar en lo que pasa. ¿Cuál es la historia ahí?”.

El semestre siguiente el profesor está obsesionado con escribir a partir de experiencias personales. Tienes que escribir sobre lo que sabes, basándote en algo que te pasó. Quiere muertes, quiere viajes de campamento. Reflexiona sobre lo que te ha pasado. En los últimos tres años pasaron tres cosas: perdiste tu virginidad; tus padres se divorciaron; y tu hermano volvió de un bosque a 15 kilómetros de la frontera con Camboya con sólo la mitad de su muslo y una mueca permanente anidada en un costado de la boca.
Sobre la primera cosa escribes: “Creó un nuevo espacio, que dolió y gritó con una voz que no era mía: ‘No soy más la que era, pero voy a estar bien’”.
Sobre lo segundo escribes una larga historia sobre una pareja de ancianos que tropiezan accidentalmente con una mina en su cocina y vuelan en pedazos. La llamas: “Hasta que la mortadela nos separe”.
Sobre lo último no escribes nada. No hay palabras para eso. Tu máquina de escribir zumba. No puedes encontrar palabras.

En las fiestas de la universidad, la gente dice: “Ah, ¿escribes? ¿sobre qué escribes?”. Tu compañera de cuarto, que ha tomado mucho vino, comido muy poco queso y casi ninguna galletita, dice: “Por dios, siempre escribe sobre el idiota del novio”.
Más tarde aprenderás que los escritores son simplemente textos abiertos e indefensos, sin ningún entendimiento de lo que han escrito y que, por lo tanto, deben confiar en cualquier cosa que se diga de ellos. Tú, en cambio, no has alcanzado ese nivel de refinamiento literario. Te pones rígida y dices: “No hago eso”, de la misma manera en la que se lo dijiste a alguien en cuarto grado cuando te acusó de disfrutar las clases de oboe y dijo que no eran tus padres los que te forzaban a tomarlas.
Insiste con que no estás muy interesada en ningún tema en particular, que estás interesada en la música del lenguaje, que estás interesada en, en, sílabas, porque son los átomos de la poesía, las células de la mente, la respiración del alma. Empieza a sentirte mareada. Fija la vista en tu vaso de plástico lleno de vino.
“¿Sílabas?”, escucharás que alguien pregunta, a la distancia, alejándose lentamente hacia la seguridad del bol de salsa.

Comienza a preguntarte sobre qué escribes en realidad. O si tienes algo para decir. O si existe eso que llaman algo para decir. Limita tus pensamientos a no más de diez minutos al día; como las flexiones, pueden hacerte adelgazar.
Leerás en algún lugar que toda la escritura tiene que ver con los genitales propios. No pienses demasiado en eso. Te pondría nerviosa.

Tu madre vendrá a visitarte. Examinará los círculos debajo de tus ojos y te entregará un libro marrón con un portafolios marrón en la tapa. Se llama: Cómo convertirse en una Ejecutiva de Negocios. También trajo la enciclopedia “Nombres para su bebé”, que tú misma le pediste; uno de tus personajes, la maestra de primaria / payaso, necesita un nombre. Tu madre sacudirá la cabeza y dirá: “Francie, Francie, ¿te acuerdas cuando ibas a ser psicóloga infantil?”
Di: “Ma, me gusta escribir”.
Ella dirá: “Claro que te gusta escribir. Por supuesto. Claro que te gusta escribir.”

Escribe una historia sobre una estudiante de música confundida y llámala: “Schubert Era el de Anteojos, ¿no?”. No es un gran éxito, aunque a tu compañera de cuarto le gusta la parte en la que los dos violinistas vuelan en pedazos accidentalmente durante un concierto. “Salí con un violinista una vez”, dice ella, reventando su globo de chicle.

Gracias a dios estás cursando otras clases. Puedes encontrar refugio en los enredos ontológicos del siglo XIX y en los rituales de apareo de los invertebrados. Algunos moluscos globulares practican lo que se denomina “Sexo por el brazo”. El pulpo macho, por ejemplo, pierde el extremo de su brazo cuando lo introduce en el cuerpo de la hembra durante el coito. Los biólogos marinos lo llaman “Séptimo cielo”. Alégrate de saber estas cosas. Alégrate de no ser solo una escritora. Inscríbete en la facultad de Derecho.

A partir de aquí pueden pasar muchas cosas. Pero la principal es ésta: decides no empezar abogacía después de todo, y, en cambio, pasas una gran parte de tu vida adulta diciéndole a la gente cómo decidiste al final no empezar abogacía. De alguna manera terminas escribiendo de nuevo. Quizás haces una licenciatura. Quizás tomas trabajos temporarios y clases de escritura a la noche. Quizás trabajas y escribes todos los comentarios interesantes y las confesiones íntimas que escuchas durante el día. Quizás estás perdiendo tus amigos, tus conocidos, tu equilibrio.
Te peleaste con tu novio. Ahora sales con hombres que, en vez de susurrarte “Te quiero”, gritan: “Hagámoslo, nena”. Esto es bueno para tu escritura.
Tarde o temprano terminas un manuscrito, más o menos. La gente lo mira vagamente confundida y dice: “Parece que ser escritora siempre fue un sueño para ti, ¿no?”. Tus labios se secan como la sal. Di que de todos los sueños de este mundo, no puedes imaginar que ser escritora siquiera esté entre los primeros veinte. Diles que ibas a ser psicóloga infantil. “Claro”, dirán suspirando, “eres bárbara con los chicos”. Frunce el entrecejo. Diles que eres una navaja caminando.

Abandona las clases. Abandona los trabajos. Retira los ahorros del banco. Ahora tienes tanto tiempo como picazón en las manos. Lentamente copia todas las direcciones de tus amigos en una nueva agenda.
Pasa la aspiradora. Mastica chicles para la tos. Guarda una carpeta llena de notas.
Un párpado oscureciéndose en el costado.
El mundo como conspiración.
¿Argumento posible? Una mujer sube al colectivo.
Imagínate que organizas una historia de amor y nadie viene.

En casa toma mucho café. En el Howard Johnson pide ensalada de repollo. Piensa cómo la ensalada se parece a un mapa hecho papel picado: dónde estuviste, hacia dónde vas: “Usted está aquí”, dice la estrella roja en la parte de atrás del menú.
Ocasionalmente una cita con la cara blanca como un papel te pregunta si los escritores se desaniman con frecuencia. Contesta que a veces se desaniman y a veces no. Di que se parece mucho a tener la polio.
“Interesante”, sonríe tu cita, y luego mira los pelos de su brazo y empieza a alisarlos, a todos, siempre, en la misma dirección.

 Imagen

En tres años vas a estar muerto. Pero ahora estás con tu guitarra colgada, con la voz extrañamente más firme que la mano que sostiene el mástil. Decís que te sentis lindo pero que antes te sentías feo y no sabías que hacer. Alguien escribió en la pared que ya es tuya, esa cruzada por ondulantes rojos y azules, que no hacías canciones, sino medicina. El médico que curaba sin querer y que no supo, no pudo, curarse a sí mismo. Paradoja es también tu pelo camaleónico. Tu pelo negro desmentido solamente por las incipientes raíces castañas. El castaño que se acerca más a ese rubio lacio y brillante, con corte taza, que tenías de chico. Como a la Pizarnik, te eclipsó el mote de oscuro, de excesivamente melancólico, como si la muerte te estuviera siguiendo de cerca,  como si la muerte que te va a pasar en tres años se te notara en los ojos celestes. Tus risas y chistes aparecen como detalle perdido, omisión obligada para mantener el atractivo de la biografía de un maldito, siempre maldito. Un santo atormentado. Los buenos tiempos aburren, las canciones que no sangran no alimentan tu mito.

Voz sobre voz, acordes limpios y mucho ruido al final. Vos y tus guitarras, una banqueta, nada de luces o efectos especiales. Mirás para abajo, mirás más allá, mirás la nada. Quizás te quedaban los zapatos de Nick Drake.  Distinto a ese que apareció trajeado, de blanco como una burla al mito, en un escenario enorme y alumbrado como nunca, con telones de terciopelo azul y gente que se mueve en limusinas mirando la silueta, tu silueta.  Desencajado cantás la canción, tan chiquita y hermosa al lado de la de Titanic. La tuya no habla de que el corazón sigue y de un sueño de amor recurrente. Empieza con una botella de Johnny Walker Red y es sobre alguien que se cae a pedazos y que no puede seguir. Celine tenía el collar de la película y estaba vestida de negro, con un vestido apretado y largo. Antes de salir te preguntó si estabas nervioso y le dijiste que sí y te dijo que eso era bueno porque la adrenalina haría que la canción saliera mejor. Te dio un abrazo afectuoso y nunca más pudo caerte mal, a pesar de de que su música te parecía horrible.

Equis, O. Te despediste de tu mamá a través de una canción hace algún tiempo. Te despediste tantas veces de todos así. Elegiste tu nombre, con dos dobles consonantes, en unos de tus pequeños actos de libertad. Te liberaste de la caja de tu existencia. Eras un gran pájaro brillante que sufría arte, que adolecía a través de sonidos y silencios, de música, esa que dejaste, eterna, cuando volaste.

Guapetón

El calor sofoca todo. Me quedo dormida con el cuento sobre el tren sin terminar. Breve e intenso. El sol y un cielo limpio. Decir diáfano sería muy trillado, falsamente literario. Estoy yo y está papá. Yo tengo una pierna metida en una especie de fuente gigante de mosaicos de un color entre el rojo y el marrón. El agua me llega sólo hasta el tobillo. Tengo una malla o poca ropa. Papá también, tiene un short o algo así. Hay gente bañándose en la fuente-pileta y el agua es turquesa, casi tan brillante que lastima. Hay dos tipos morochos y grandotes que nos hablan o nosotros les hablamos a ellos. Son policías y son los únicos que están afuera de la fuente. Les preguntamos dónde estamos, en qué país. Ellos sólo sonríen y se refleja el destello del sol en sus lentes negros, lentes de policía, de película de acción latinoamericana. Decimos que somos argentinos, que somos de Argentina. Los hombres asienten sin demostrar nada. Papá empieza a hablar con ellos. Están hablando de un hombre. Hace ese tono suyo, esa expresión donde alarga el «ah» con un tono amable y dice pero si yo lo conozco, dice, el Guape. Los policías dicen que Guapetón es un nombre muy común en Colombia, un nombre que se les pone a los hombres de cierta clase social.