El nene que llora

1140056865_f-0¿Por qué mi abuela tenía ese cuadro perturbador colgado en la pared de la cocina? También estaba el de la nena rubia de pelo corto que adornaba, si es que se puede decir así, una de las paredes del living. Pero ella no  te miraba, miraba al costado, a alguien que la hacía llorar para la eternidad fuera de campo. El nene, en cambio, me miraba o mejor dicho, me observaba. De la tibieza al escrutinio: mirar, ver, observar. Lo que nunca me hubiera imaginado es que aquel nene castaño, de ojos celestes, con dos gotas gordas que le marcaban los cachetes, era el mismo que salió en las páginas del tabloide inglés The Sun en 1985. Ese que ahora aparece en mi buscador de Internet al lado de la palabra «maldición», «historia», «leyenda» y de la frase «cuadro maldito».  «Ardiente maldición del niño que llora», dice con perspicacia amarilla el título de una de las noticias de la época.

El suceso era que se habían incendiado unas cuantas casas en Essex, al este de la capital inglesa. En cada casa lo único que permaneció intacto fue el cuadro. Entonces, como en un cliché de película de terror, comenzó el rastro del origen histórico. Un nombre, Bruno Amadio; un apodo, Giovanni Bragolin. El seudónimo figuraba en la serie de cuadros que representaba a las nenas y nenes llorando, porque había una variedad de infantes: todos igual de perturbadores. En el origen aparecen dos países, Italia y España. También una historia, la de un huérfano que en los años ’70 deambulaba las calles diseminando maldades, provocando incendios. Dicen que Amadio le dio albergue y que el nene incendió su estudio, dejándolo en la ruina. Dicen que los vecinos lo llamaban «diablo».  ¿Por qué estaba ese cuadro en la casa de mi abuela, sobre esa pared verde agua, ya descascarada por la humedad, de un chalet de los años 50 en Lomas de Zamora? ¿Por qué estaba en las paredes de  casas obreras de Yorkshire en la misma época?

Un almuerzo de domingo o quizás una tarde después de los fideos con tuco, mi tía, una mujer inestable y con un amor patológico a los gatos, explicó que un día caminaban con mi abuela, cuando vio el cuadro en un negocio. Mi abuela siguió su camino pero la hija había quedado unos pasos atrás. Enseguida empezó a llorar y a pedir «¡Quiero al nene que llora». Mi abuela cedió al capricho y se lo compró. Mi tía explicó la circunstancia, sí, pero no la razón por la que quería ese cuadro. Lo quería llorando, una nena que llora llorando por un cuadro de un nene que llora. Nunca supe si en ese momento también compraron el de la nena que mira con lágrimas hacia arriba y al costado. Quizás también supieron de la leyenda maldita y de la aparente solución: conseguir el cuadro de la nena y colgarlo junto al del nene. Una especie de conjuro protector.

El misterio del cuadro siguió hasta pleno siglo XXI: documentales, artículos, testimonios sobre lo paranormal. A pesar de que se comprobó -existe un vídeo como prueba- que el cuadro estaba hecho de material ignífugo y de que Amadio pintó la serie sólo porque necesitaba la plata y el cuadro se vendía bien, sin una historia macabra de fondo, aún así, me pregunto cómo es que esa imagen se convirtió en un fenómeno de masas. La idea benjamiana del arte en la era de la reproductividad técnica, ese objeto que nació en Europa y llegó a países latinoamericanos -existen propietarios del nene que llora en Chile y Brasil, además de Argentina.

Hace años que no voy a la casa de mi abuela, ya ni siquiera es de ella. Se vino abajo con los años; las piezas se fueron quedando vacías, y el rastro de esa familia tipo que la habitaba en los años ’50 se fue diluyendo. Me pregunto si los cuadros todavía están ahí, mirados y mirando con su llanto interminable.

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