Dientes que se caen

Pero todo está oscuro acá, tan oscuro. ¿Tengo ropa? Sí, tengo ropa. No estoy desnuda. Estoy afuera y adentro, me veo como el reflejo de un espejo. Además me siento, siento la máquina del cuerpo que en cualquier momento puede fallar, la máquina humana. La respiración, el pálpito, la sed, el calor. De repente se me afloja un diente. Lo puedo mover con la lengua, se mueve, se está moviendo. Pero si el ratón Pérez ya pasó, no soy una nena, ¿no soy una nena?. Quizás, quizás soy una vieja que sueña tener veinte. Y ahí va medio diente, el pedazo partido se cae, se me escapa de las manos. Y ahí va otro diente que se mueve, que se desprende de la encía, entero y deja otro hueco. Se cae. Y otro, otro más. Siento cómo la fila irregular se va haciendo nada, superficie de huecos, pedazos rotos con la textura de un mosaico hecho mil pedazos. Se me caen los dientes, arriba y abajo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Y veinte más. Quiero gritar. Grito fuerte, muy fuerte. El grito se vuelve inaudible, se hace fuerza que abre los párpados con las pupilas dilatadas. Me llevo la mano a la boca.

El fin del mundo

 

El impulso fue llamar a la madre. Me fui de mí, Má. Pero como eso no existe, como eso no pudo haber pasado, le dijo un hola, tan indispensable en cualquier contexto de comunicación y se inventó un motivo cualquiera, avisar que ya habían llegado. Le pidió al novio que compre algo para tomar o comer, o ambos. Él no se dio cuenta, pero en algún lugar entre las almas repudian todo encierro, las cruces dejaron de llover sube al taxi nena, los hombres te miran, te quieren tomar  ella supo que todo se iba a terminar, que todo se estaba terminando. Miró sobre las filas de cabezas de gente que miraban sentadas el lejano escenario. Todos escuchaban, todos miraban a la figura de diez centímetros, centímetros  más o menos según la ubicación, que seguía cantando guitarra en mano, iluminado en la noche fresca. Dejó de escuchar, los sonidos metálicos de las cuerdas eran menos que un ruido inmenso de fluir de sangre, de sístole y diástole, de aire, de pálpito irregular, de poro cerrado y átomo a punto de colapsar. Ahora estaba sola, con una llamada finalizada en la mano. A él ya ni lo veía, era inútil mirar, atrás había un mar de gente, un océano que seguía hasta alcanzar la Avenida Santa Fé. Se habían colado y habían conseguido un lugar en las codiciadas sillas de plástico que hacían de plateas preferenciales.  Miró a las personas con chalecos naranjas que estaban a los costados, como un cordón humano, a los de emergencias con chaleco verde. Pensó que las ambulancias debían de estar estacionadas lejos, muy lejos de ahí, con tanta gente. Alguna de todas esas caras lejanas y desconocidas iba a intentar reanimarla cuando se desmayara, cuando dejara de respirar y sintiera un dolor agudo en el pecho, o cuando el cerebro de quedara sin aire o vomitara el almuerzo en un acto repugnante antes del colapso. Lo peor es esto, pensó. Esa atmósfera única que la encerraba sólo a ella y terminaba en los límites de su propio cuerpo. Se acordó de cuando era chica y prematura, un feto que apenas calificaba para bebé, raquítico, azul y arrugado y le había agarrado un paro. La enfermera la vio justo a tiempo, cuanto estaba levemente violácea y justo a tiempo, pudo volver sola. Su corazón ya se había parado, no era fuerte, era débil y podía volver a pararse. Se pararía en instantes, en breves. Antes del fin de la Cantata. Mientras tanto, inspirar y exhalar, inspirar y exhalar. Tragar, ejercitar la faringe antes de que se cerrara. No lo estaba imaginando, estaba pasando. Pam, pam, pam, pam, pam. Justo esa noche se iba a morir, justo en ese recital, justo cuando tenía novio y no cualquier novio. Trató de pensar hacía cuanto que estaba así, en ese presente suspendido, en esa agonía interminable que esperaba el cataclismo en cualquier segundo. Pensaba tan rápido como latía su corazón a punto de explotar.  Su muerte iba a ser un episodio público, una noticia escrita apenas con las cinco doble ve. Y se iba a morir sola, porque él se había ido a buscarle algo para tragar y la madre era una voz desde lejos que se terminaría cuando el crédito se agotara. Se pararía, diría permiso, permiso tratando de que la molestia para los cinco asientos que la separaban del pasillo durase poco. Les diría a cualquiera de los chalecos con personas adentro me siento mal. Me voy a morir, sería algo muy urgente, absurdo y en general lo que se hace apurado fracasa, típica ley de Murphy, la única forma de pensamiento que la regía ahora. Claro, su caso era uno de los infortunados casos de fatalidad. No creía en el destino ni las causalidades, así que el azar que la puso en ese lugar estaba dentro del margen de probabilidad de estadísticas de infortunios, de haber alguna. Pero el simple impulso de levantarse de la silla y pedir permiso y llegar hasta los chalecos no ocurría. Sentía sus piernas, claro. Pero seguía sentada, la única persona que no escuchaba ni miraba lo que pasaba desde el escenario. Tenía miedo de averiguarlo, pensaba morir sin decir nada, sin hacer nada para precipitarlo o impedirlo. Morir era natural, inevitable.  Y ya debería haber muerto mucho tiempo antes, durante la Cantata, cuando sintió eso indescriptible adentro, eso que despertó el caos, que hizo que su cuerpo fuera una maquina a punto de fallar, porque las máquinas no son perfectas, las máquinas se rompen y se paran. No iba a ser el fin del mundo después de todo, lo supo tiempo más tarde. Tampoco sería el único.  Él volvió, se sentó al lado suyo, con una botella de juego y un paquete de galletitas sonrientes.

Acto casi furtivo de reconstruir

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«El mismo amigo recién venido de Parigi me entregó una cinta grabada “para vos por el amigo Julio (CORTÁZAR)” (subrayado en verde). Ayer fui chez Olga -dueña del mismo enorme grabador que tiene Julio- y, a pesar del pompón, el asma no me dejaba, no me soltaba, no quería que yo respirase, como, por ejemplo, mi “empleada”, que, hoy lo supe, tiene este nombre: Emma Victoria Paz.

Empieza la cinta. A la 2a. frase me pongo los lentes oscuros. A la tercera me pongo a dibujar y a fingir que solo me importa ese muñequito (¿Zacarías?) huido de mi pluma. Es simple: Julio me habla como por teléfono, es tal hora, hago tal cosa, llegó tu libro “Nombres y Figuras” (ese opúsculo plateadito impreso en la Madre Patria que nos parió), lo miro, lo abro; ese título del primer poema es un blue de Bessie Smith ¿no lo escuchaste en mi casa?, a ver, voy a leerlo -y lo lee en voz viva, y lo comenta y lloré como 1339 perritos recién nacidos- ignoro si Olga se dio cuenta de que yo no cesaba de dibujar sin nada ver porque el llanto era como una lluvia adherida a la ventana. Qué simple y terrible, Sylvette, ese encuentro (subrayado en verde) entre Julio y yo en el espacio o herida de un librito solitario a nadie destinado. No dejes de verlo a Julio, su n° está en la guía, no dejes de decirle que por llorar gracias a él pude respirar como la reina de los respirantes, no dejes de decirle que el mero hecho de que él, Julio, exista en este mundo, es una razón para no tirarse por la ventana. Julio, vos, Adolfito, Octavio…Pienso que están aquí (así como Hölderlin, cuando una noche “me dijo”: “Estás llorando porque el amor ha muerto (para vos, claro). Desde hoy amarás sombras. ¿Y qué?” Perdón: lo dijo con voces más hermosas.) y me digo: Ellos aseguran tu mundo vertiginoso e inclusive te ayudan a respirar como no lo puede hacer ningún medicamento (espacio en blanco). ¡Pero qué carta tan llena de cajas de yo-yo! Perdoname, Silvina, Silvina la mía, la que sos para mí, y qué imagen bella -pero lo sabés. (Si se te ocurre mostrarle a Julio esta carta, no me opongo, todo lo contrario; tampoco, ça va de soi (21), te sugiero que lo hagas). ¿Estás en París? Si podés -siempre que regreses en barco- comprar papel para cartas, tant mieux. Había lindo, recuerdo -en la Papeterie Montparnasse, junto al Café DOME. No digo que los compres para mí sino para vos, naturlich. Pensame tiernísima. Aceptame dos besos de la que te es esencialmente FIEL:

Sacha «

 

B.A., 3/IV/1970 – A SILVINA.

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COLD IN HAND BLUES 

 

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo

 

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Máquinas de tortura

Todavía no tuve el placer de conocerlas a todas. El piso de cerámica fría está inundado por las máquinas de tortura, en una habitación de inmensurables dimensiones, el ojo que ve no puede decir si la habitación es larga o ancha, corta o estrecha. La habitación sólo es.  Los espejos, como inventos malignos y falsos reproductores de algo que no puede ser idéntico a lo que proyectan, multiplican las máquinas y por lo tanto, la dimensión de la habitación. Por eso el espacio resulta insondable. Todo es muy blanco, mortecino, iluminado por esa luz espectral, de ese blanco hospitalario que dan las lámparas bajo consumo. No se puede decir que la habitación sea clara ni oscura, quizás convendría decir que es de una claridad oscura, de una luz que ensombrece, que no deja ver detalles, sólo contornos, los contornos de los cuerpos que atrapan las máquinas, que estiran y empujan, que sujetan y esfuerzan, que a veces hacen desgarrar, doler, temblar. Nunca hay silencio, nada es silencioso en ese no lugar, como se dice de los lugares que se parecen tanto a otros, que pierden su singularidad, son un lugar más, otro de los tantos, como los shoppings, los aeropuertos, las autopistas, los supermercados y las casas de comidas rápidas. El chirrido de las cadenas oxidadas, el peso de los pies cansados sobre la superficie engomada, la caída abrupta del metal en el piso, el deslizamiento forzoso de las piezas de las máquinas. La mecánica de los aparatos es parte de la sonoridad, de la atmósfera blancaoscura inyectada con ruidos metálicos, coordinados, que sólo pierden su métrica con las fallas de los cuerpos humanos. Pero también hay una música, que suena a transmisión de Amplitud Modulada de domingo a la tarde o de lunes a la madrugada. La música intenta distraer cualquier otro pensamiento, acompañar el ritmo de las series, del trabajo de las máquinas con los cuerpos. Frena cualquier intento de voz interior. Porque los ruidos de las máquinas y de la música, de esa música, enajenan a las mentes y por eso son cuerpos sin mentes, al menos, en el espacio de la habitación. Y el tiempo. El tiempo dura distinto, podría llegar a decirse que cada minuto tiene ciento veinte segundos, aunque ello puede ser mucho más o mucho menos, según el adiestramiento del cuerpo y de la mente. El tiempo lo dicta la máquina, cuando no el gran reloj de pared que está en el centro de la habitación. Una vez iniciada la máquina, es mejor no mirar constantemente el visor que indica los segundos, los minutos, casi nunca las horas, porque pocos cuerpos lo soportarían. Por ello el espejo, uno puede mirarse a uno mismo o a los demás mientras es trabajado por la máquina, cuando el obrero es la máquina y uno es la manufactura.  Uno puede ver lo que la máquina hace con los otros, la estética del adiestramiento que crea estatuas griegas, que en el fondo son máquinas renacentistas en pleno siglo veintiuno. También uno puede ver una proyección de la ciudad a través de la ventana. Lo que se ve no es lo real, claro. Las ventanas son pantallas, réplicas casi exactas de lo que está afuera, más abajo, porque la habitación está en un nivel superior. Hay trescientas sesenta y seis proyecciones creadas, por los años bisiestos, de veinticuatro horas cada una, porque las máquinas nunca paran.  Se ven a los actores entrar y salir de las torres de al lado, a los autos estacionar sobre la calle, a los perros hacer pis contra los postes y a los que hacen de vendedores salir a la puerta de los negocios, hablar con los que hacen de proveedores o a los que interpretan a vecinos y vecinas tomar mate en la puerta. Nada pasa nunca en las proyecciones de las ventanas. Nada puede disturbar el ritmo del trabajo maquinal. Nunca hay un robo, un beso sorpresivo, un choque, una caída o una lluvia. Siempre está soleado, limpio y ordenado y todos sonríen, sin apuros ni obligaciones. La máquina del grillete hace estirar las piernas; sujeta primero una con una correa y animaliza como el mismo hombre animaliza, no es posible salir hasta que las series se hayan cumplido. Las máquinas saben, con austeridad milimétrica. Son programadas por otras máquinas, de procedencia desconocida, inalcanzable, porque la programación humana posibilitaría el error. La del peso del mundo sobre los hombros, conocida como Atlas, es una máquina de las más crueles, porque parece producir un alivio, una sensación de liberación cuando el cuerpo baja en cuclillas, pero el peso que atrapa los hombros es una piedra interminable que se intenta empujar cuesta arriba. Muchos dicen que produce la ilusión de achicamiento fatal, de que las extremidades se hundirán en los torsos y la cabeza hundirá al cuello, formando una bola compacta, una síntesis humana redonda y perfecta.  Perfecto, como lo que modifican y crean las máquinas.

Piba de ninguna parte (monólogo interior, soliloquio, epifanía o algo así)

En una semana, una sola, estuve en una reunión kirchnerista, Cámpora incluida y en una reunión opositora, comunista, que se autodenomina tercera vía. En las dos me sentí fuera de mí, es decir, ahí estaba la pequeña, con sus pies, siempre sus pies,  con la parada errante (¿lo habrán notado?), un no en el bolsillo y un sí en el otro, la opinión en algún lugar muy adentro, las preguntas y los discursos escuchados a diestra y siniestra, arriba y abajo, atravesándola, que no vuelan, la traspasan mientras (¿a quién le interesa si se dieron cuenta?) ella asiente o solamente mira las acciones seguras de los otros, la firme convicción de algo (¿soy un residuo individualista de algún siglo olvidado?). Y ahí están, camisetas azules, camisetas rojas.  Y ella, vestida de cualquier color, de todos, de ninguno (¿y por qué vine?). Nadie le pregunta lo que ella se pregunta obstinadamente (¿en qué crees?), se camufla, trata de ser, aún sin remera, juega a ser uno de ellos (¿estoy a favor o en contra del gobierno?). Militantes, todos, que están porque quieren estar, sienten -trillada frase literaria- la imperiosa necesidad de hacer, ellos son el motor, el combustible de transformación (acá estamos tus mil flores descamisadas, acá estamos por la senda del Che). Unidos y organizados, combativos y revolucionarios, inconformistas, disidentes, son, creen que son. La creencia es la fuerza, o al menos, se empieza por ahí. Y ella trata de hablar segura, de hecho, lo hace, esa actriz que no conoce, disimula, un poco por timidez, otro por excesivo decoro, quizás por tibia o cobarde, no hablás, compañera, cumpa (¿dónde está el cambio?). Grupos que se juntan en manos, en un caminar todos juntos, en una asamblea para decidir entre todos, en la cara de Evita y la de Néstor y Cristina en el cuerpo embanderado. En la de la estrella roja, la protesta con puño cerrado y martillo y hoz, los mártires populares (¿creo en la democracia y en que el Estado somos todos?). Esos Beatles que la vieron adolecer le prestan esa imagen de mujer de ninguna parte (¿qué me decís de la sociedad?), ellos quizás piensen que es una cara nueva, bienvenida sea. Ella piensa que es la cara que no van a ver nunca más (¿hago lo que digo y digo lo que hago?). Le interesa la política, la encuentra en todas partes, pero su política diseminada no tiene un colectivo, un nombre, un espacio o una remera. Y cuando, siempre demasiado temprano, la certeza de que no pertenece le cala hondo, se le mete en los huesos y siente que se le escapa por la piel, deja de pensar y el ruido de lo que escucha, ve y piensa, se acalla. A nadie le importa, salvo a ella. Nadie le va a preguntar si vuelve al otro día.  No va con la verdad, sigue, enfermiza, el juego, teje la torpe pero eficaz excusa (¿cuánto tiempo perdí y cuánto nunca voy ganar?), los de la remera azul, los de la remera roja, para ella terminan siendo la remera violeta, de esos dos lados tan convincentes, tan contradictorios, tan criticables, tan admirables, esos dos lados que creen que son y por eso son, fundamentalmente, aunque suene insano, como una canción de Syd Barrett (¿qué estás esperando para irte, mujer? mujer pequeña, pero mujer al fin) Y ella se va. Hasta nunca, hasta siempre.

Cénit

 

¿Qué puedo decirte hoy, en medio de tanto calor y humedad? El cielo se parte en cualquier momento. Y lo del estado del tiempo no es una excusa o la razón que me impide decirte algo. Sabés que nunca me gustó abrir la boca sin tener algo que decir y además estimo mucho el silencio. El olvidado, subestimado y aborrecido silencio.

Una vez escribí que se escribe para alguien, siempre.  Tengo la vaga certeza de haberlo plasmado casi así: “escribir para alguien, siempre”. Pero ahora pienso que en realidad escribo para mí misma. Al menos ésto, hoy, acá. Y me hubiese gustado ser alguien que pueda cambiar aunque sea un poco el mundo. Me hubiese gustado ser alguien que aunque sea lo intente, se atreva. Me hubiese gustado ser alguien que no use o abuse,  como en este caso,  del inerte arrepentimiento. 

Pero soy débil, hipócrita y haragana. Lo primero no tiene nada que ver con mi sexo.  El segundo sexo, el sexo débil.  ¿Por qué siempre termino escribiendo esta basura catárquica de seudodepresión lamentable?  Sin dudas, todo este cuerpo de palabras escuetas y forzadas no son más que la misma antítesis del título ampuloso, con ese aire poético.  Si no soy catárquica, soy una especie de moralista social barata. Nada de críticas inteligentes ni de sentido común desplegado con la simpleza justa que hace pensar. Esto es como una invitación al fiasco, aburrimiento y confusión garantizados.

Cuando era chica, ese tiempo donde fui hermosa y fui libre de verdad, ni me hubiera imaginado que tanta imaginación llegaría a su decadencia, por no decir extinción.  Le prevengo al desafortunado lector, que seguramente no será  alguien más que quien escribe,  que no hay pequeñas grandes historias que contar.  Hay descripciones acartonadas y burdas de personajes previsibles y chatos. No hay jugueteos con el tiempo, quiebres de dimensiones, metamorfosis de imágenes sensoriales. La vuelta de tuerca nunca sucede, el detalle es un estorbo inexplicable. Ni que hablar de los temas. Y peor aún, de cómo se tratan, de cómo son escritos.

Largas frases enmarañadas, recursos trillados, intentos truncos de ser lo que ya se ha sido y lo lo que no se volverá a ser, porque sería copiar en forma seriada, de reproductividad técnica benjaminiana, lo único que no puede ser reconfigurado como una tabla rasa: la singularidad del humano. 

¿Por qué tiene que ser algo tan maquinal escribir? Es casi un parto, algo que se gesta a fuerza de soportar el peso de algo interno y los vaivenes psicológicos constantes. Sé qué es, porque alguna vez me habrá pasado como es, en su más pura esencia. Alguna vez, escribir fue natural y espontáneo.  Hubo un tiempo…

Volví a releer, porque hasta me olvidé cómo había empezado todo esto.  Cómo había terminado, quiero decir. En realidad, terminó hace unos días, pero en realidad era la continuación del final que es el verdadero principio. Un recurso por demás agotado en las novelas y películas. No fue algo que lo pensara tan sesudamente. Es más, nació así. Primero se dictó el final y recién mucho después vino éste desarrollo que indaga sobre la nada misma. Porque sentir que no tengo nada sobre qué escribir ni cómo escribirlo es realmente un agujero negro que (me) succiona.

Otra cosa que surge con la relectura es que el cielo ya no se parte. Eso me produce una honda tristeza.  Eso me clava un puñal en el alma herida. Eso es una naturalidad del tiempo hecha catástrofe o mala literatura.  Como la muerte es la naturalidad de la vida hecha catástrofe, dolor y vacío.  Nadie nunca dirá, ni dijo, que fueron sinónimos.  De osar, sería un loco o un soñador o alguien que tuvo tiempo para contemplar y dudar, fuera del sistema o en algún resquicio que la máquina le haya dejado (porque es todopoderosa).  Pero  que son una especie de opuestos antónimos sí se dijo, se dice y se dirá. La vida, los verdes prados, la ciudad bulliciosa, los tristes placeres de lo cotidiano, en un lado. Del otro, la nada, la materia transformada, el legado material,  el cuerpo inerte, la consciencia apagada para siempre.  Me niego a oponerlas. Y más me niego  a contestar una pregunta de la índole “¿Si la vida y la muerte no son antónimos ni sinónimos, ¿qué son? “. No lo sé, ah, no lo sé, cantaría George. Y no me atormenta más no tener respuestas. Volará como un molesto mosquito hasta que se me dé la gana o no se me dé.

Ahora sí, pido a gritos, como  lectora  y escritora, el final que tendría que haber sido principio y nunca haberse hecho más palabras en oraciones que forman párrafos. Por eso digo que estimo el silencio a veces, que como el espacio en blanco, no es siempre un absurdo o una forma inútil, conservadora y burguesa.

Sólo sé que esta última oración fue en realidad la primera y que todo lo que quise,  en este ahora ya muerto hace cinco palabras, fue que se llamara Cenit.

 

Cosas que andan por ahí

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Las cosas pasan como si caminaran. Rápido, más rápido, como si casi corrieran apuradas, impuntuales o accidentadas por Florida en Capital, por Rivadavia en Quilmes o la 8 en La Plata. Pasan y si no rozan a la gente, se la llevan puesta, la empujan y a veces la arrastran y caen con ellas. Si caen se levantan, de lo contrario se quedan ahí, hundidas abajo del asfalto como si hubieran atravesado un pozo al que no le pusieron cartel de peligro, de cuidado, de agujero abierto. Y a veces trepan y vuelven, otras se quedan en ese inframundo, en la alcantarilla que no es cielo ni infierno, mientras los otros siguen pasando en la superficie. Las cosas pasan, descalzas, con tacos o zapatillas, para despertar a la gente.

De suicidios

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Mamá me estaba hablando de su amiga. Empezó a hablar para contestarme quién, porqué había llamado. Imposible no preguntárselo cuando lo único que hacía era lanzar frases para mostrar su empatía por la amiga y lo digo enserio, mamá no es una mujer hipócrita o falsa. La amiga está recién operada y dice que, en el medio de la noche, se levantó, con una idea obsesiva, de una rareza disparatada a esa hora. Tenía que esconder el cuchillo, el cuchillo que había afilado a la tarde. Pero cuando fue a la cocina a buscar el cuchillo no lo encontró. De hecho, ni siquiera fue a la cocina. Fue directo al baño, probablemente porque había escuchado un ruido y seguramente porque lo presentía. Tenía que haber guardado ese cuchillo con filo recién afilado. En el baño, el hijo, separado y alcohólico, se estaba cortando las venas. Ella le dijo, qué haces, estás loco y él se habrá turbado, no habrá entendido del todo y habrá seguido llorando, como un hombre. Y eso fue todo. Por abajo, en otro plano, la voz de mamá era más baja, ya la estaba escuchando a medias. Ahora hablaba de la sobrina de otra amiga que también era, según sus textuales palabras, suicida. No sé si se nace suicida o se hace. Hace poco escribí algo sobre Caicedo y siempre rondan por ahí Nick Drake, Alejandra Pizarnik, Silvia Plath,Polosecki. Pero no pensé en ellos, o en ninguna otra persona. Pensé, por estúpido que suene, y en forma de pregunta, si los animales se suicidan y si existe tal instinto. Los Lemmings y ese suicidio colectivo  no fue más que otro mito-falacia más o menos blanca de Disney. Después está el caso de los perros que se mueren de tristeza cuando se mueren sus dueños (nada de eufemismos, no se fueron, se murieron), actitud canina que podría considerarse de tendencia suicida. Perros suicidas, sigo teniendo una fijación con los perros, por la natural simpatía que tengo por ellos pero por lo enigmático también. No lo comparo a la complejidad de lo humano pero no me vengan a correr con que los gatos son más profundos o inteligentes que los perros. Perros suicidas. Buscando en el inmenso ajuar de Internet caí en una página que hablaba sobre esos perros que eligen morir, que se matan, así nomás. Pasó, o pudo pasar, en Escocia, en un “diminuto pueblo” al oeste de ese país conocido por sus gaitas y sus polleras, llamado Milton. Lo que pasó es que, desde 1960, más de cien perros se han tirado y han muerto desde un puente de estilo victoriano, el Overtoun Bridge, que surca las aguas del río Clyde. Y lo más curioso es que los perros que sobrevivían al estrepitoso golpe contra las piedras, querían volver a tirarse. Todo esto, debidamente documentado. Desde versiones místicas celtas hasta científicas. El misterioso puente. Algo en el puente. O algo en el agua del río, que atrapa con un magnetismo mortal a los inocentes canes. O la sustancia que segrega el ano de los visones  que poblaron el área pedregosa que rodea al río y que enloquece el olfato de perros cazadores, de porte estimable. Pero seguro es otro mito más.

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Ojos de Chuchuca

Yo siempre nací así con estos ojos grandes que a veces dan un poco de gracia y de miedo, mi mamá dice que son ojos lindos que son los ojos de mi papá pero los de mi papá son distintos no tienen esa manchita que veo siempre y que se mueve para todos lados y aparte él tiene venitas rojas y a veces se le pone muy rojo y tienen sangre suelta ahí adentro del ojo. Mi mamá dice que es porque se hace mala sangre por el trabajo o por la plata. Cuando sea grande y alta espero no tener venitas rojas en los ojos.

Toto

Ayer me puse a jugar con Toto yo le tiraba la pelota y él la traía pero si se iba lejos venía todo cansado pobre y con la lengua afuera. Le pregunté a mi mamá si el Toto siempre había sido así de aburrido y si todos los perros son como él y ella me dijo que el Toto está medio viejito y que cuando era cachorro era un hinchapelotas, aunque no sé si dijo esa palabra.

Radio

A mí me gusta jugar a la radio, a veces juego a la maestra, al supermercado, a las modelos y a las barbies pero lo que más me gusta es jugar a la radio. Cuando mi mamá no está escuchando música o a ese hombre que habla, me la llevo para mi cuarto pongo un cassette y aprieto rec que quiere decir grabar en inglés y hago que tengo un programa de radio, la otra vez hice un concurso con un viaje a disney, un móvil en vivo y vino un flautista y yo le hacía preguntas y tocaba la flauta y cantaba, después que grabo me gusta escucharme pero no me gusta mi voz. Mi mamá dice que hablo con la nariz porque soy apestada.

No me gusta

La escuela me gusta pero hay cosas que no me gustan ni un poco. No me gusta formar fila y que siempre me pongan adelante, no me gusta cuando nos hacen tomar distancia, no me gustan los animales muertos y los chinchulines que hay en los frascos de la biblioteca, no me gusta hacer gimnasia y jugar al quemado y que todos te peguen con la pelota, no me gusta cuando falta la señorita y te reparten a otros grados con chicos más grandes, no me gusta cuando voy a la biblioteca y falta Dailan Kifki, no me gusta jugar a juegos de hacer cuentas en las clases de computación y creo que se acabó.

 

Culpa del tomate

El tomate tiene olor a juanete, no me importa lo que digan y nunca olí un juanete pero le voy a preguntar a mi abuela que tiene unos cuantos en los pies.

Manifiesto, quizás. O una especie de explicación.

Por intrascendente que sea, acá empieza mi desoxidación, mi despojo de miedos, de inseguridades y de pensar demasiado. Acá, hoy (hic et nunc): lecturas, reflexiones, relatos. El despojo de tanto yo, mi, mío, también. Porque alguna vez escribí que siempre, se escribe para alguien. ¿Y qué sentido tiene guardarse lo (poco) que se tiene, aletargado en el inerte afán de la perfección, dependiendo, esperando, el reconocimiento del Otro?  Yo soy, yo puedo ser, todos podemos decir, dijo él y quizás algunos varios, a través del tiempo.